Yo quería caminar, conocer Bogotá, la Bogotá de verdad; no esa fotografía superficial que se vende en las revistas de turismo; pero ahora la guía venía a decirme que íbamos a ir a la puerta de la catedral; yo la verdad no soy muy religioso, le dije y ella sonrió. Veníamos bajando por la calle justo al frente del museo de Botero; yo lo había visitado ayer y era magnífico; en la calle había mucha gente vendiendo cosas. Yaqueline, la guía, parecía conocer a todo el mundo. Llegamos a una cuadra llena de restaurantes; todos los vendedores ofrecían sus lugares a los turistas; pero a nuestro grupo nadie le ofreció nada, pues ya conocían a la guía y esto me gustó. Yo podía ver ya la vieja catedral en la esquina. Supongo que los colombianos son muy religiosos y por eso íbamos allí, me dije a mí mismo; cuando de repente la guía nos dijo:  

—Hemos llegado, mi gente.   

Ya yo iba a decir:

—la catedral es en la esquina, Yaqueline.

Pero antes de poder decir nada, ella nos invitó a entrar; era una puerta alta de madera que conducía a un pasillo cuyo final era interrumpido por una puerta de vidrio, sobre la cual reposaba el nombre del restaurante La Puerta de la Catedral. Ahora podía entender que Yaqueline no se refería a la iglesia si no a este restaurante. Comencé a mirarlo todo y me percaté que al entrar ya no estábamos en la Bogotá actual, sino que habíamos viajado a la época del mil setecientos; la casona era imponente, con un salón principal donde además estaba también la cocina; todo se movía armónicamente; los meseros subían bandejas cargadas de aguacates y otras coloridas comidas por una escalera que evocaba los castillos de princesas y cuentos de hadas… La guía nos invitó a seguirla hasta el segundo piso, donde el lugar nos sorprendió mucho más; Yaqueline nos comentó que la casona era un recuerdo viviente de la época republicana de Colombia, justo después de pasar la colonia española; una muestra de la historia del país que se mantenía bien guardada gracias a la familia colombiana que era la dueña del restaurante y que se habían enfocado a mantener viva la historia y las tradiciones por medio de su gastronomía. Nos encontramos con Aura, la matrona de la familia, una de las creadoras de aquel mágico lugar, quien nos comentó secretos de la casa; como que en alguna época en la casona se dieron las primeras clases para educar clandestinamente a las mujeres de la República de Colombia, cuando era prohibido que las mujeres estudiaran; o los diferentes encuentros que se fraguaron en la antigua época colonial en pro de la revolución; también la época que se usó de lugar de reunión para el primer congreso de la República; Un sinfín de sucesos que allí habían tenido lugar. Se sentía sin duda la magia de la Bogotá de antes y de siempre. Se veía en los arcos republicanos que la sostenían y en las decoraciones de estilo francés de su techo, que no era más que un rincón donde se mantenía viva la memoria y donde se cuidaba el presente y el futuro de la ciudad. Nos invitaron a sentarnos en una mesa larga y rectangular, donde nos fuimos Ubicando uno a uno a lo largo de la mesa, mientras la guía se encontraba de pie, del lado más corto de la mesa.  

—Muchachos, en esta parada de nuestro colombian food quest, vamos a probar el ajiaco. —nos dijo Yaqui—. 

Yaqui comenzó a mover las manos así al ritmo de la música colombiana que estaba de fondo, y a medida que ella decía algo como:

—el ajiaco es el plato insignia de Bogotá y como capital representa muy bien el país al ser una sopa;

Los platos iban aterrizando en la mesa; la directora era Yaqueline, nosotros la orquesta y los instrumentos, el aguacate, la mazorca, el arroz, las alcaparras y la crema de leche; en una vasija de barro negra estaba servida la sopa bien espesa con papa y pollo.  

—Pongan de uno en uno los ingredientes por favor. —comentaba la guía—  

Una cucharada de sopa, primero con algunas alcaparras y sientan el sabor, luego otra cucharada con sopa y arroz; la tercera con sopa y aguacate y al final mezclar la sopa con la crema de leche, es como un plato diferente. Y es que esto era una explosión de sabores; cada vez que probaba una cucharada con una mezcla diferente mi cabeza experimentaba un gusto único; que nunca había probado. Al terminar, Yaqueline nos invitó a pararnos para volver al hostel The Cranky Croc donde terminaríamos nuestra urban exploration; yo estaba volando de la emoción, pues sentía que en La Puerta de la Catedral, pude encontrar lo que había venido a buscar a Colombia, la Bogotá de verdad. Sin duda, una de las paradas más significativas de nuestro Bogotá Stroll. Agradecimos con un aplauso y nos fuimos. 

Por Fredy Calderon