—¿Cómo así que tú crees eso? —dijo Juan, sonriendo con ironía—. ¿Cómo va a ser mejor el sancocho que el ajiaco?

Alejandra le respondió con un grito familiar, casi juguetón:

—¡Claro que sí!

Caminaban por la carrera Séptima rumbo a la Plaza de Bolívar. Con todo el ruido alrededor, era difícil escucharse, pero cada uno estaba convencido de lo suyo. Alejandra era costeña; Juan, un cachaco de pura cepa.

El sol picante los obligó a detenerse un momento para tomarse unas fotos. Entre risas, sellaron una apuesta: el plato más sabroso ganaría, y el perdedor pagaría la cuenta. Sabían que en la calle 11, justo a una cuadra de la Catedral, había un restaurante famoso por servir las mejores versiones de ambos platos.

Con cervezas en mano y la cámara aún caliente de disparar fotos, siguieron caminando, cada uno defendiendo su sopa como si fuera un tesoro nacional.

—El ajiaco es único —decía Juan—. Las alcaparras le dan un toque inigualable. Es como tener cinco sopas en una: con crema de leche sabe a una cosa, con aguacate a otra, y con arroz… más colombiano, imposible.

Alejandra, casi sin respirar, contraatacaba:

—¡Por favor! El hueso del sancocho es la mejor proteína. Y ese espesor energético del plátano, la papa, la yuca y la arracacha… ese poder jamás lo tendrá el ajiaco.

Ya sentados, esperaban los platos con la ansiedad de quien sabe que está a punto de librar una batalla definitiva. Cuando llegaron, comenzaron a probar de inmediato: cada uno con su sopa, pero cruzando cucharadas, comparando sabores, exagerando gestos de aprobación o burla como jueces en una competencia improvisada.

Entre risas y comentarios, la apuesta se fue diluyendo. Sin darse cuenta, terminaron disfrutando de ambos platos, compartiendo más que una mesa, compartiendo un descubrimiento.

Desde la terraza de aquella casa republicana, a ratos miraban hacia la Plaza y a ratos hacia las montañas. Con cervezas en alto, brindaron por el festín. Ya no eran dos rivales defendiendo sopas: eran una pareja recién descubierta, más profunda en su colombianidad.

Por Fredy Calderón


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La Batalla de las Sopas at the entrance of a traditional Colombian restaurant in Bogotá’s historic center