¿Qué le pasó a María?, se preguntaban sus amigos, su familia, incluso la vecina en el supermercado.
—Nunca la he visto tan alejada de las redes —comentó—. Siempre que viaja sube fotos, no se despega de Instagram.
—Seguro le da miedo sacar el celular o algo…
La mamá, una señora italiana muy respetuosa, respondió con una sonrisa tranquila:
—María está tan sorprendida de Colombia que ni tiempo tiene para otra cosa. Solo se reporta con nosotros… y nada más. Nunca ha disfrutado tanto un viaje como este.
María caminaba por las calles añejas de La Candelaria, agotada pero con el corazón encendido.
Pensaba en buscar un lugar para almorzar. ¿Qué probar? Había escuchado tanto sobre la comida colombiana…
Creía que unos días en Bogotá no serían suficientes para saborear el país de verdad.
Pero después de ese walking tour, algo había cambiado.
La ciudad la envolvía con su energía vibrante, con esa colombianidad que sus amigos viajeros le habían prometido.
Una semana no era mucho, pero sí bastaba para conectar.
A veces, elegir qué comer en un país nuevo podía ser estresante.
En otros viajes, encontrar algo local y bueno había sido un desafío.
Pero aquí, en el centro histórico de la capital —crisol de la cocina nacional—
las opciones parecían infinitas, auténticas, vivas.
Al cruzar la esquina de una casona colonial —el Museo de Botero—
el olor a leña la detuvo.
Justo como le había dicho el guía: allí estaba el llano colombiano, servido al carbón.
Entró.
Fue como dejar atrás las calles frías y húmedas de La Candelaria
y trasladarse a los calurosos llanos orientales.
Desde la entrada, una parrilla gigante chispeaba con troncos encendidos.
Ese aroma a madera quemada despertaba memorias de la finca del abuelo, del asado dominguero.
Sabía que la campeona mundial de la carne era Argentina…
pero algo le decía que Colombia merecía un pedazo de ese título también.
Con todo respeto.
—Bienvenida —dijo el parrillero, señalándole una mesa desde donde podía admirar el arte de la carne colombiana.
—¿Cómo se llama eso que haces? —preguntó.
—Mamona —respondió él.
Uno de los platos típicos de los llanos, a unas dos horas de Bogotá.
La música de arpa llenaba el lugar.
María se dejó llevar.
Su mano derecha seguía el ritmo sin pensarlo, como si lo conociera desde siempre.
—Quiero una —dijo.
Y enseguida, el parrillero le acercó un plato rebosante:
costillar de cerdo, mamona entre roja y marrón crocante, papa salada, guacamole,
y una arepa naranja que llamaban boyacense —otra región más que probaba en un solo lugar.
No pensaba que podría comer tanto.
Pero desde el primer bocado, no paró.
El olor, el sabor, la textura… todo le abría el apetito.
Ese placer de comer algo magnífico con hambre la dejaba satisfecha,
lista para seguir la aventura que era esta ciudad.
Mientras tanto, en el supermercado del barrio, la vecina miró las fotos que la mamá le mostró.
—¡Qué hambre me ha dado al ver toda esa carne! —dijo.
—Es que se ve magnífico, vecina.
La verdad, no sabía que en Colombia se comía tan bien.
Lo anotaré para mi próximo viaje.
La mamá guardó el celular con una sonrisa tranquila.
—María no ha subido nada a redes… pero nunca había vivido tanto.
Ese día, no desapareció.
Solo se perdió… en el sabor de un país que no necesita filtros.
—
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Por Fredy Calderón
