Imaginen estar rodeados de naturaleza, tallando una escalera en la antigua montaña que llevaría a los futuros viajeros hasta la Laguna Sagrada de Guatavita. De pronto, el golpe de una herramienta rompe una vasija de barro. Dentro, aparecen figuras de oro, artefactos milenarios. Las limpias con asombro y descubres una miniatura detallada: la balsa de la ofrenda muisca.
Así comenzó nuestro recorrido a pie por Bogotá. En nuestra segunda parada, el Museo del Oro, la guía nos envolvió con su voz firme y cálida:
“Estaban todos los del pueblo, desde los más humildes hasta los sabios del zipazgo. Reunidos alrededor de la laguna, ofrecían lo más sagrado: figuras forjadas con sus propias manos, cargadas de energía solar y espiritual.”
En lo alto de la laguna, los ancianos observaban. El elegido, cubierto de polvo de oro, avanzaba en la balsa hacia el centro. Tres veces entraba y salía del agua helada, dejando atrás lo material para renacer como líder espiritual del pueblo muisca.
Sonaban flautas, tambores, ocarinas y sonajeros. Cada persona lanzaba su ofrenda. El mejor orfebre de la confederación había creado su obra maestra en tumbaga —una aleación de oro y cobre— no como símbolo de estatus, sino como petición divina. No había codicia, solo fe.
Este ritual no es solo historia. Es memoria viva que aún respira en las tierras de Cundinamarca, donde caminamos hoy. Tierras habitadas desde hace más de 14.000 años por cazadores y recolectores, y que ahora puedes explorar en nuestros tours culturales.
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Por Fredy Calderón
