El café no empieza en una taza. Empieza en la memoria, a las 5 a. m., mientras hervía la olleta y mi abuela freía tajadas de plátano para el desayuno. El chillido del aceite, el aroma que se regaba por el aire… todo se mezclaba naturalmente con la vieja radio de mi abuelo, que disparaba noticias al amanecer y nos avisaba a todos en la casa que un nuevo día había comenzado.

Estoy seguro de que no muchos —y me incluyo— habíamos tenido la oportunidad de probar el mejor café; me refiero al grano en sí. Hoy, el método es algo muy personal: yo aún prefiero el café de olleta, pero con el grano verdadero, ese café colombiano que antes se vendía solo en boutiques de otros países.

Luego llegaron estos tiempos de baristas a Bogotá: gente valiente que creyó que los colombianos debíamos conocer nuestra bebida y amarla. A través de los sentidos —como los aromas que emiten las diferentes variedades cultivadas en nuestro país— por fin descubrimos lo original de nuestro café.

Es tan diverso como nuestras regiones y, a la vez, único. Su aroma puede transportarnos a muchas memorias. Y es en esas memorias donde está guardada, de verdad, la colombianidad: esa que los viajeros vienen a descubrir, y que no se encuentra en Google ni en otro buscador, sino en nosotros, los habitantes de estas tierras.

Tierras de baristas y de café.

Por Fredy Calderón

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café colombiano