Por Fredy Calderón
No es cualquier calle.
No es cualquier lugar.
Caminar por aquí… lo cambia todo.
Ya no es un paseo.
Es una necesidad.
Volver a estas calles te da la fuerza para enfrentar el día.
Tejados rojos de cerámica.
Paredes de barro antiguo.
Ventanas que guardan secretos.
Todo te habla.
Todo te abraza.
Necesitas estar aquí.
Para recordar.
Para sentir.
Para revivir ese amor que se necesita tener para disfrutar y estar bien en una ciudad inmensa y caótica.
Te metes por el Callejón del Embudo.
Cuando necesitas cruzar un umbral.
Uno que te limpia.
Que te desintoxica de la modernidad.
Que amplifica tu vista hacia lo interior.
Hacia lo único.
Hacia lo que de verdad importa.
Sorprendentemente, lo aprendiste de los turistas.
Y ya no te molestan.
Al contrario.
Cada vez que los ves en esos walking tours, te sientes fresco.
Algunos incluso vienen desde sus experiencias en fincas cafeteras cercanas a Bogotá, como este tour que conecta el campo con el alma de la ciudad.
Porque gracias a ellos encontraste lo que necesitabas.
Sales.
Después de la calle empedrada, llegas al Chorro de Quevedo.
Y lo repites.
Como un ritual:
“Te necesito y te amo, Chorro.”
Abres los ojos.
Ves las casonas convertidas en cafeterías.
La gente tomándose fotos frente a la vieja fuente.
Y tú caminas con energía.
Como si hubieses renacido.
La bohemia te da alegría.
Te ayuda a sentirte humano.
En una ciudad de edificios gigantes y velocidad rutinaria.
Esta pausa te enseña a amarla.
Te muestra que todo pasa por este punto, una y otra vez.
Así es como la ciudad se mantiene joven.
Y enérgica.
La Candelaria es un renacer.
Para los locales.
Para los viajeros.
Para ti.
Te diriges a ese punto alto.
Donde puedes sentarte y mirar.
La ciudad cambia.
Pero esto nunca cambia.
Estas son las raíces de tu hogar.
Y te dan seguridad.
Entonces, mirando hacia abajo, te relajas.
Respiras.
Y lo repites.
Como un mantra.
“Te necesito y te amo, Bogotá.”
